lunes, 21 de abril de 2014

CUENTOS


UN ESLABÓN TRAS OTRO

Te cansas. No sales del cuarto, pero te sientes agotado. No estás enfermo. Algunos lo piensan. Varios —te han dicho— hablaron con tu jefe, el decano, para que adelante tu descanso sabático. Aquello te causó hilaridad. Hace mucho aprendiste que la dispersión de los elementos no es más que una ilusión. Sabes que el caos deriva de acciones premeditadas, cuyo fin es ajeno a lo establecido. Crees en las tradiciones, costumbres y normas. Aún no sales del cuarto, agotado, lo comprendes sin haber pedido explicaciones. Te cansas, claro que sí. Nada es excepcional —piensas cuando logras levantarte de la cama—, el sol despierta, amanece como todos los días, hoy veré a Clarisa. Miras el blanco en la pared. Recuerdas a tu madre pelando el diente. Detestas, porque ella detestó, el desorden. Te apuras y ordenas. Dejas las colillas a propósito para que Clarisa tenga motivos para quejarse. Dirá que eres un cerdo, como diría tu madre. Te encanta. Caminas hacia el baño, pisas descalzo, andas sobre la cadena invisible del tiempo, un eslabón tras otro. Enciendes un cigarrillo y ves el blanco del humo. Se dispersa en el aire y notas la ilusión: Se ha ido. Como tu madre, el recuerdo que tienes de ella, el humo del cigarrillo se difumina sin irse, como la cadena que pisas, eslabón tras eslabón, sin romperse, infinita, sin llegar aún hasta el baño. No sales del cuarto y la deseas, a Clarisa. No estás enfermo. Su figura, evocarla, esperarla, vence el agotamiento. Te cansas de ti, por ella.
Como a las nueve —dijo—. Es una buena hora —dijiste—. Le cambiarías el nombre al municipio, lo llamarías “Cruz de los suplicios” sin lamentarte. Al pie del Ávila observas a los deportistas, ataviados para la rutina, sudando la gota santa, a diario, antes de la jornada, incluso antes del desayuno como Dios manda. Ves el reloj, no son las nueve. Quizá venga antes —se te ocurre—, para sorprenderte. Te animas, la idea azuza el cauce imaginario que rompe contra una roca: la realidad de tu cuarto.
Llegas antes. La esperas y tendrás que seguir esperando. Se tarda. No es puntual, nunca lo ha sido. Son más de las nueve y matas la ansiedad con Los demonios de Dostoyevski. Ya habrá tiempo para que sepa por qué te gusta. A Clarisa —crees— también le agradará. Estás seguro, no lo dudas. Media hora de retraso es demasiado. La culpa es de Boris o Raquel. Sueltas el libro. Te convences a ciegas que ellos la llamaron. Le dice —primero Raquel— toda suerte de bolserías. Sí, cosas inútiles sobre música o farándula. Luego él —Boris— desea invitarla a salir. Quieres matarlo, al menos un par de coñazos. Hoy es el día —deseas un tanto desesperanzado—, ¿por qué me besa en la calle y se niega a conocer mi cuarto?
Ayer dijo Como a las nueve, pero no recalcaste: en la panadería. Lo diste por sentado. Siempre desayunas con ella, en la misma mesa, justo donde la conociste. Sí, también le cambiarías el nombre. La llamarías “Pan de atar” y así le dices. Aunque a Clarisa la llamas Clarisa, tal y como se llama. Disfrutas su nombre, te fascina pronunciarlo. ¡Aparece! Te sonríe cuando la ves. Se acerca, camina hacia ti, pisa con tacones altos, anda sobre la cadena invisible del tiempo, un eslabón tras otro, y los minutos hechos horas de espera, media hora de retraso, se dispersan. Notas la ilusión: se han ido. Miras el blanco en su blusa, el ligero rebote de sus senos hace pliegues móviles en la tela, hermosos, simétricos, en orden. Detestas, porque tu madre te enseñó a detestar, el desorden. La deseas, a Clarisa. Comprendes que tu ansiedad fue la lucha, sin paciencia, por la espera. Su figura vence el agotamiento. Sí, te cansas de ti, por ella.
—Siempre pensando mal —dice—.  ¿Por qué no iba a querer venir?
Notas que la gente se ha marchado. Quedan pocos, el bullicio bajó el tono. Oyes que te reprende con cariño. Te dice lo que debiste pensar. Se limita a describir tres escenarios posibles. Muy hábil, además de reprenderte, evita que sepas la verdadera causa de su demora. Para ella, los hombres han de esperar callados. Aceptas sus palabras como aceptaste las de tu madre. Te encanta. El recuerdo que tienes de ella salta cada vez que estás con Clarisa. ¿Ahora sumas un eslabón?, ¿la cadena infinita se hace más grande?, ¿crees que Clarisa puede romperla? Hace mucho aprendiste —te dices— que la dispersión de los elementos no es más que una ilusión. Igual que las frases repetidas, tejen inmersas en su contexto. Lo haces adrede, como jugando. Miras a Clarisa, pones atención y comprendes sin haber pedido explicaciones.
Tomas su mano. Ella la deja quieta entre la tuya. Te sonríe, tú devuelves la sonrisa. Acaricias sus dedos. Perdido en la suavidad de su piel, te asustas: dejaste de escucharla. Con alivio adviertes que no ha dicho nada. Está en silencio, disfruta tus caricias. La ves y parece embelesada. Es el momento. Te acercas para besarla y baja la cabeza. No se deja. Te detienes. Crees que lo piensa mejor, entonces levanta la vista, te observa. Sin palabras te pide que no le hagas daño. La besas. Un beso, dos besos, el tercero acaba porque el mesero trae el desayuno. Percibes destellos de vergüenza en su rostro, iluminado con picardía femenina. Hueles el café y los panecillos frescos sobre la mesa. Dices:
—Gracias.
Se ha ido. El mesero ni siquiera te escuchó. ¿Cuál es la prisa? —piensas—, ¿será por costumbre? A tu alrededor no hay casi nadie a esa hora.
Ya es una obsesión. No quieres insistir en eso. Entonces, para esconder tu idea fija, le cuentas algo. Le dices que no estás enfermo, aunque algunos lo piensan.
—Varios,  me han dicho, se comunicaron con el decano.
—¿Para qué?— te pregunta sin interés.
—Para que adelante el año sabático.
—¿Y eso es bueno o es malo?— adviertes que ni siquiera sabe de qué le hablas.
—Ni bueno ni malo. Sencillamente no es posible.
Ella ríe su desconcierto. No te importa. Casi sucumbes a la tentación. Obstinado en tu idea, no paras de machacarte: ¿Cuándo vendrá a mi cuarto?
            ­—Estaré sola una semana.
Es la gloria. Reprimir tu idea fija, sacrificarla, dio resultado. Conocerás su casa primero, como debe ser, ¿no? A partir de ese instante, tu imaginación construye la puerta principal, sala, comedor y dormitorios. Intentas derrumbar el sueño. Lo detestas. Notas la ilusión: se ha ido.
            —¿Casa o apartamento?
            —Casa. ¿Por qué?
            —¿Y hay un espejo enorme en la entrada?
            —No.
La pregunta la confunde. No entiende qué te pasa. Te toca apaciguarla para no estropear la mañana. Sabes que el caos deriva de acciones premeditadas, cuyo fin es ajeno a lo establecido. Clarisa deja de mirarte extrañada. Es evidente que pasó la página. Te excita pensar que mañana será el primer día solos. Te acercas para besarla y no baja la cabeza. Se deja. Sin palabras te pide que no le hagas daño. Un beso, dos besos, el tercero acaba porque llega Boris con Raquel.
            —Olvidé decirte que hablé con ellos para que vinieran.
También son impuntuales —piensas—. Te irrita verlos. Cuando estrechas la mano de Boris, se la aprietas con ganas de romperla. Haces un esfuerzo para no caer mal, no quieres arruinar los planes con Clarisa. Te cansas, claro que sí, te cansas de ti, por ella.
Raquel y Clarisa hablan de moda, pero lo hacen después de regalarse piropos. Lo que dicen te parece fatuo. Sabes que ambas necesitan de eso. Boris interviene para acentuar lo que oye. Te parece ridículo. ¿Qué puede saber? Son cosas de mujeres —piensas—, los temas giran sobre carteras, zapatos, blusas, cabello, tintes, mechas... en fin, ¿qué puede saber Boris al respecto? Sientes una presión en el pecho. Te quieres ir. Al rato, llega el momento mágico: Clarisa mira el reloj, se agita y te hace señas para que pagues la cuenta.
Te animas, su seña azuza el cauce imaginario que rompe contra una roca: la realidad es que pagas todo. Sí, recuerdas lo que dijo Milton Friedman: There is no free lunch. Te levantas y Clarisa te acompaña. Caminas hacia afuera, pisas calzado, andas sobre la cadena invisible del tiempo, un eslabón tras otro. Ella se aleja contigo. Antes  de partir, ya le dabas la espalda, alcanzaste a escuchar la voz ronca de Boris: Se ven bien, hacen una buena pareja. No quieres matarlo, ni siquiera un par de coñazos. Te despides de Clarisa: hablamos luego. No tres ni dos, un beso. Igual que las frases repetidas, tejen inmersas en su contexto, hoy será otro día sin saber por qué te besa en la calle y se niega a conocer tu cuarto. Te excita pensar que mañana será el primer día solos. Ves que Clarisa se aleja, sin extraviarse, se pierde al doblar la esquina. Notas la ilusión: se ha ido.
Recuerdas la cita que tienes con Isabella. Al llegar, percibes que es temprano. Te sientas. Estás solo en la sala de espera. Ves las revistas para matar el tiempo. Ni las tocas. Apiladas en la mesita construyen la torre del aburrimiento. Sabes que a muchos les gustan. Lo comprendes sin haber pedido explicaciones. Intentas acomodarte mejor en el sillón. Quieres deslizar el cansancio. La deseas, a Clarisa. Su figura, evocarla, trae consigo a Raquel, a Boris también. Reflexionas con detenimiento. No logras descubrir el punto de afinidad. Junto a ella, son de otro mundo, tal vez androides, nunca humanos. Comparas sin querer hacerlo. No son iguales —te dices—, las diferencias son obvias. Raquel es desaliñada, sucia, más bien varonil. Boris idolatra al Che Guevara, hasta disfruta que lo hayan convertido en una marca comercial. Su mensaje —dijo— hay que llevarlo. Le preguntaste: ¿cuál mensaje? mientras te hacías el tonto. Boris no contestó. Le diste lástima, al menos eso dejó claro con su silencio. Antes de despedirse, te dijo: Oye, el Che está de moda. Es raro, la frase de Boris se te pegó como un chicle. No la comprendes, aun pidiendo explicaciones.
Isabella, la psicóloga, sale de su despacho. Despide al paciente anterior y se alegra de verte. Le cambiarías el título, la llamarías “La musa de carne y sueños”, y así le dices. En medio de la terapia:
            —Se me pegó un chicle.
            —¿Cómo?
            —Un chicle incomprensible en estos tiempos.
            —No entiendo.
            —Oye —imitas a Boris —, El Che está de moda.
Ves que “La musa de carne y sueños” te admira.
—Normal —dice—, a mí me pasaría lo mismo.
La escuchas:
            —No estás enfermo. Quizá algunos lo piensen...
            —¿Qué tengo?
            —Hay que soltar, ¿sabes?
            —¿Por qué le pregunté si hay un espejo enorme en la entrada?
—El caos deriva de acciones premeditadas, cuyo fin es ajeno a lo establecido.
¿Recuerdas?
Notas que le tiemblan las manos en sus rodillas. Adviertes que trata de paralizarlas sin conseguirlo. Se frota la cara. Crees que “La musa de carne y sueños” persigue una ilusión: se ha ido.
En la terapia, desde hace tiempo, quieres hallar el origen, el manantial de tu mortificación. Añoras la libertad. ¿No eres libre? te preguntó en la primera sesión, pero seguiste hablando hasta el final. Te fuiste sin responder. Sigues viniendo. Lo que “La musa de carne y sueños” transmite, atrae. Al principio no lo veías, no por ciego, sino por miope. Asistes dos veces al mes. Cuando sales de su consultorio, sin duda, sientes alivio. Siempre te acompaña hasta la puerta, como lo hace con todos. Quince días atrás, se curó tu miopía. Enfocaste bien. Caminabas junto a ella, paso a paso, andaban sobre la cadena invisible del tiempo, un eslabón tras otro.
            —No somos esclavos —dijo.
De golpe, el misterio se reveló. También “La musa de carne y sueños” quiere lanzar el yugo. Clavaste tus ojos en ella:
            —No somos libres —dijiste.
Al instante, te arrepentiste. Tu frase cortó el aire, hirió su semblante. Isabella, “La musa de carne y sueños”, sin palabras te pidió que no le hicieras daño.
            —Lo sé —repuso.
Te parecía despierta, pero no lo estaba. No tuviste tacto. Un impulso imperdonable. Ahora la observas, le tiemblan las manos en sus rodillas y descubres que ella quiere hallar el origen, el manantial de su mortificación. Antes de partir, ya le dabas la espalda, alcanzaste a escuchar la voz de Isabella, tu “musa de carne y sueños”: Boris teme ser libre, por eso se equivoca, lo que llaman lucha de clases no es la causa ni el origen.
            —Mientras no logremos entender que la cooperación humana se basa en la división del trabajo, con propiedad privada de los medios de producción, seguiremos anclados en la pobreza y la miseria.
Sí, eso agregó, eso oíste en el umbral de la puerta.
            —¿Cómo lo sabes?, ¿has leído a Ludwig von Mises? —preguntaste concluida la sesión, sin necesidad de respuestas.
El sol de mediodía brillaba. Miraste al cielo sin nubes y la invitaste a reposar los ojos arriba, contigo, en el azul, tan intenso como cierto.
Te excita pensar que mañana será el primer día solos. Es de noche. Hablaste con Clarisa por teléfono. Ella no quiere esperarte. Vendrá, como a las nueve —dijo—. Es una buena hora —dijiste—. Te encontrarás con ella en “Pan de atar” y de ahí, hasta su casa. Será la primera vez, tú al volante con ella al lado, copiloto insuperable. No vas a desayunar, acordaste hacerlo en su casa. Te acuestas. Tu imaginación construye otra puerta principal, sala, comedor y dormitorios, diferentes. Fabricas otra casa. Antes de meter a Clarisa, observas un espejo enorme en la entrada. Es el mismo, el de siempre. No te gusta. Intentas derrumbar el sueño. Notas la ilusión: se ha ido.
Incómodo, te das vuelta en la cama. No puedes dormir. Pretendes arrullarte con Clarisa en la mente. Besarla en la casa que tienes en la cabeza, sobre la almohada, pero el espejo enorme lo evita. Te perturba. Te dijo que no. ¡Olvídate del espejo! Su imagen es nítida, escalofriante. Se apodera de ti. No importa lo que hagas, cierras los ojos y ahí está, abres los ojos y ahí está. Es el mismo, el de siempre. Saltas de la cama. Es más de medianoche. Caminas hacia el baño, pisas descalzo, andas sobre la cadena invisible del tiempo, un eslabón tras otro. Ahora cargas un espejo enorme, el de la entrada. Pesa tanto como el no que te dijo. Clarisa contestó sin titubeos. Por eso no entiendes el atasco, el agujero en el que cayó tu mente. Te lavas la cara. El agua ayuda, refresca la piel. Sin secarte, enciendes la luz. Acostumbras a hacerlo al revés. ¿Qué te pasa? Para tranquilizarte, piensas en “La musa de carne y sueños”. Vuelves a la cama, te acuestas. Dejas encendida la luz. Te cansas. Te duermes.
El sol despierta, amanece, por primera vez, hoy iré a la casa de Clarisa. Ves las colillas, son muchas, algún día vendrá para quejarse. Antes de salir, tecleas la clave para revisar los correos. El decano quiere reunirse contigo el jueves a las tres. Te cuesta creer lo que lees. Prefieres no darle importancia. Total —te dices—, a juzgar por lo que pagan, seguir dando clases, no obedece a la vocación de docente, en realidad lo hago por mi tendencia al martirio. Pinchas responder. Optas por ser lacónico y redactas: Iré, nos vemos el jueves a las tres. Saludos. Lo envías y te vas.
No es puntual, nunca lo ha sido. No son las nueve y ya espera por ti. Apuras el paso. Ves que sonríe mientras te acercas. La saludas y adviertes que reprime la efusividad.
            —Imposible que hayas pensado mal —dice—. No tuviste que esperarme.
            —Así es —agregas—. ¿Cuándo conocerás mi cuarto?
Ríe sin contestar. Baja la cabeza. Crees que lo piensa mejor, entonces levanta la vista, te observa. Sin palabras te pide que no le hagas daño. Percibes destellos de vergüenza en su rostro, iluminados con picardía femenina. La besas, no en la boca, en la frente. Le abres la puerta, se monta, después tú, arrancas, se van.
Le cambiarías el nombre al lugar donde vive, lo llamarías “El confín cercano”. Te dice que dobles a la derecha, pasas tres cruces y doblas a la izquierda, luego otra vez a la izquierda. Bajas la velocidad. No quieres pasarte. Te detienes frente a un muro. Desde el auto no puedes ver lo que hay detrás. Clarisa busca en el bolso. Se agita, se impacienta. Tratas de calmarla. A todas les pasa —piensas—. Apunta el control y el portón se abre con pereza.
—La lentitud es peligrosa —dices—, podrían violarte antes de entrar.
            —Siempre pensando mal.
            —Es en serio —insistes.
La parcela es enorme. El jardín rodea la casa. Qué bonito —dices mientras contemplas los chaguaramos y las robustas matas de mango—. Te indica que estaciones como a cuatro metros de la puerta.
Cruzas el umbral. Te sorprendes. Te cuesta creer lo que miras: hay un espejo enorme en la entrada. Es el mismo, el de siempre. Sin dejar de ver tu reflejo:
            —Pero me dijiste...
            —No tiene importancia —te abraza—, deja de atormentarte con boberías.
Se separa. Sírvete lo que quieras —la oyes—, debes tener hambre. Miras su espalda, su figura devorada por el pasillo. Clarisa se aleja, sin extraviarse, se pierde al cerrar la puerta de su habitación. Estás paralizado ante el espejo enorme de la entrada. Cierras los ojos para burlar el asedio de tu propia imagen. Notas la ilusión: se ha ido.
La casa es de una sola planta. Recorres el espacio con la vista. Una mediocre inspección ocular. Muebles Herman Miller. Mesas de vidrio. Todo es blanco o negro. Allá, un sofá destaca. Es rojo. Una mala imitación de Dalí. Estás solo. La deseas, a Clarisa. Te cansas de ti, por ella. Esa es tu razón, el motivo del riesgo, porque sabes que no la conoces. Ignoras quién es. Hace mucho aprendiste que la dispersión de los elementos no es más que una ilusión. Piensas: el espejo enorme en la entrada es igual que las frases repetidas, tejen inmersas en su contexto. Recuerdas: el caos deriva de acciones premeditadas, cuyo fin es ajeno a lo establecido. Quieres obviar la confusión. Sí, estás solo y desorientado. Clarisa vuelve. La ves venir y comprendes que tu ansiedad es la lucha, sin paciencia, por la espera. Trae un camisón que llega sobre las rodillas. Es blanco. Miras el ligero rebote de sus senos, hace pliegues móviles en la tela, hermosos, simétricos, en orden. Detestas, porque tu madre detestó, el desorden. Te encanta.
            —¿No te serviste nada? —y va a la cocina.
Quieres ver una foto, su familia, algo sobre ella. Nada, ni un portarretrato. Prefieres no darle importancia. En la repisa hay tres bustos de bronce que llaman tu atención. Los ves de cerca: son tres bustos del Che Guevara, uno con boina, otro sin boina pero con el puro en la boca y el otro sin boina ni puro en la boca. Ni siquiera los tocas. Tu mente recuerda a Boris, antes de despedirse te dijo: Oye, el Che está de moda. Insólito, de nuevo el chicle incomprensible en estos tiempos. Normal —dijo “La musa de carne y sueños”, Isabella, tu psicóloga—. Hueles el café y panecillos frescos. Clarisa te llama, te invita a pasar a la cocina.
            —¿Quieres? Son de… ¿cómo es que le dices?
            —“Pan de atar”.
            —¡Qué bello eres!
Se acerca mucho, muchísimo, se te pega completa. Estás de pie y aprovechas para deslizar tu mano en su cuerpo. Bajas por su espalda. Las nalgas son divinas. Atento, ella no opone resistencia. Metes la mano bajo el camisón. Con cuidado palpas la liga de su ropa interior y la apartas. No está húmeda, está mojada. En silencio, disfruta tus caricias. Gime, la ves y parece embelesada. Sin palabras te pide que no le hagas daño. La besas, un beso, dos besos, el tercero acaba porque llega Boris con Raquel.
Te irrita verlos. Cuando estrechas la mano de Boris, se la aprietas con ganas de romperla. Quieres matarlo, al menos un par de coñazos. Haces un esfuerzo para no caer mal. Ya casi tienes a Clarisa. Te cansan, claro que sí, te cansan a ti, por ella.
Raquel pide que la dejen a solas con Clarisa. Boris te acompaña al salón. Ya sabes —dice—, cosas de mujeres. Caminas junto a él, paso a paso, andan sobre la cadena invisible del tiempo, un eslabón tras otro. Al lado de la repisa, notas que finge, intenta esconder su fascinación por los bustos del Che. Te mira:
—Es curioso, para mí esta casa es un encanto —dice—, estando aquí, cierro los ojos y siento que voy en un tren.
Con una mueca te invita a cerrar los tuyos. Intentas acomodarte mejor en el sillón. Quieres deslizar el cansancio. Cierras los ojos y aquello te causa hilaridad. Un segundo, dos, y al tercero gritas de dolor. No uno ni dos, han sido tres golpes. Caes al suelo tocándote la cabeza. Levantas la vista, lo observas. Sin palabras le pides que no te haga más daño.
No puedes moverte, tampoco puedes hablar. Respiras poco, cada vez menos. Desde el umbral de la cocina, Clarisa abraza a Raquel y esconde la cara contra sus hombros. Con la vista al ras del suelo, miras que los tres bustos del Che sobresalen en el charco de tu sangre. Se aproxima tu último aliento. Antes de partir, ya te daban la espalda, alcanzaste a escuchar la voz ronca de Boris:
            —Muy bien, Clarisa, tu trabajo fue impecable.

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