JUEGO IMPASIBLE
(Publicado en El Universal el 9/10/2005)
La
historia y la experiencia ecuménica nos demuestran que San Agustín eligió como
indicador para valorar correctamente las normas humanas a los preceptos de
origen divino. Ningún prejuicio, por más racionalista que sea quien lo esgrima,
puede derrumbar la eternidad valiosa de La
Ciudad de Dios, aunque el modelo perfecto resulte sólo una luz, una guía
para la civilización frente a la barbarie. También lo hizo Santo Tomás, pero
dejando claro la estirpe aristotélica que señalaba el curso de sus obras. El
anhelo de justicia halla, a modo de referencia, uno o varios principios
teológicos para su mejor aprehender. La cuestión nunca ha sido fácil, al
respecto John Rawls indaga: "¿En qué circunstancias y hasta qué punto
estamos obligados a obedecer una ley injusta?". La pregunta encuentra
respuesta en fuentes externas al Derecho.
Platón llega, a través de la teoría de las ideas y
por su concepción del amor, al Sumo Bien, con lo cual todo aquello que tienda o
permita alcanzarlo es, para él, la justicia que se integra y reposa en el
trípode de la templanza, el valor y la sabiduría. Los romanos creyeron advertir
ciertas reglas inscritas por la Naturaleza, tal y como si una pluma las hubiese
redactado en el pergamino intangible, esto es, en el espíritu de cada ser
humano. La convicción, con algunas modificaciones accidentales, no de esencia,
fue recogida por los llamados iusnaturalistas del siglo XIX. Immanuel Kant
descubrió en Crítica de la razón pura
que los datos de la experiencia y las formas en sí, son insuficientes, por lo
tanto busca la norma de validez absoluta. Establece el imperativo categórico:
"Obra de modo que la razón de tus actos pueda ser erigida en ley
universal". Augusto Comte, la escuela positivista, no admitió esfuerzo
alguno por encontrar en el Derecho cualquier fundamento filosófico y lo degradó
a simple custodio de las condiciones de vida de la sociedad.
La amplitud del estudio paraliza por su enorme
dimensión. Sin embargo, no es el Derecho el que determina a la justicia, ya lo
aclaró el magnífico jurista Hans Kelsen en su Doctrina Pura del Derecho. Los cimientos sobre los cuales se
construye la estructura de cualquier legislación han de brotar de la ética, de
la sociología, del pensamiento político, de principios o valores filosóficos,
entre otros. Lo relevante es que las normas, ordenadas por jerarquía, plasmen
la realidad social y moral del pueblo y que existan los mecanismos adecuados
para su correcta aplicación. De ahí su carácter autárquico, que se impone a
pesar de la inconsciencia colectiva, luego, los actos en ejercicio del poder
nunca en usurpación del mismo deben su sentido invulnerable e inviolable al
Principio de Legitimidad. De lo contrario, lamentablemente, cobra fuerza la
terrible sentencia de Dostoievski en los labios del hermano Karamazov: "Sé
solamente que el sufrimiento existe, que no hay culpables, que todo se
encadena, que todo pasa y se equilibra... Todo está permitido".
Cuando el ordenamiento jurídico es quebrantado para
favorecer proyectos particulares, cuyo motor ronca peor si el combustible que
lo impulsa es una mezcla de odio, resentimiento... venganza, y quienes llevan
la difícil responsabilidad de impedirlo, callan sin ocultar sus ansias de
lince, se revela con nitidez el horror presente: la seguridad que ofrece el
"juego impasible de normas" se ha ido a descansar bajo las lápidas
del cementerio y yace ahora junto a todos los muertos.
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